domingo, 18 de agosto de 2013

Fragmento del primer capitulo del libro: Amuleto por Roberto Bolaño.

Pedro Garfias, en cambio, te miraba y luego desviaba la mirada ( una mirada tan triste) y la posaba, no sé, digamos que en un florero o en una esntantería llena de libros ( una mirada tan melancólica), y entonces yo pensaba: qué tiene ese florero o los lomos de los libros en donde su vista se detiene, para concitar tanta tristeza. Y a veces me ponía a reflexionar, cuando él ya no estaba en la habitación o cuando no me miraba, yo me ponía a reflexionar e incluso me ponía a mirar el florero en cuestión o los libros antes señalados y llegaba a la conclusión ( conclusión que por otra parte no tardaba en desechar) de que allí, en esos objetos aparentemente tan inofensivos, se ocultaba el infierno o una de sus puertas secretas.
Y a veces don Pedro me sorprendía murando su florero o los lomos de sus libros y me preguntaba qué miras, Auxilio, y yo entonces decía ¿eh?, ¿que?, y más bien me hacia la tonta o la soñadora, pero otras veces le preguntaba cosas como al margen de la cuestión, pero cosas que bien pensabas pues resultaban relevantes: le decía don Pedro, ¿ este florero desde cuándo lo tiene?, ¿ se lo regaló alguien?
¿tiene algún valor especial para usted? Y él se quedaba mirando sin saber qué contestar. O decía: sólo es un florero. O: no tiene ningún significado especial. ¿ Y entonces por qué razón lo mira como si ahí se ocultara una de las puertas dle infierno?, hubiera debido replicarle yo. Pero yo no replicaba. Yo sólo decía; ajá, ajá que era una expresión que no sé quien me había pegado por aquellos meses, los primeros que pasé en México. Pero mi cabeza seguía funcionando por más ajás que mis labios articulasen . Y una vez, esto lo recuerdo y me da risa, en que sola en el estudio de Pedrito Garfias, me puse a mirar el florero que él miraba con tanta tristeza, y pensé: tal vez lo mira así porque no tiene flores, casi nunca tiene flores, y me acerqué al florero y lo observé desde distintos ángulos, y entonces (estaba cada vez más cerca, aunque mi forma de aproximarme, mi forma de desplazarme hacia el objeto observado era como si trazara una espiral) pensé: Voy a meter la mano por la boca negra del florero, se aproximaba a los bordes esmaltados, y justo entonces una vocecita en mi interior me dijo: che, Auxilio, qué haces, loca, y eso fue lo que me salvó, creo, porque en el acto mi brazo se detuvo y mi mano quedó colgado, en una posición como de bailarina muerta, a pocos centímetros de esa boca del infierno, y a partir de ese momento no sé qué fue lo que me pasó aunque si sé lo  que no me pasó y pudo haber pasado.
Una corre peligros. Ésa es la pura verdad. Una corre riesgos y es juguete del destino hasta en los sitios más inverosímiles.
La vez del florero yo me puse a llorar. O mejor dicho: se me saltaron las lágrimas sin darme cuenta y tuve que sentarme en un sillón, en el único sillón que don Pedro tenía en aquella habitación, porque si no me siento me hubiera desmayado. Al menos puedo asegurar que en un determinado momento se me nubló la vista y se me aflojaron las piernas. Y cuando ya estuve sentada, me entraron unos temblores muy fuertes que parecía que me fuera a dar un ataque. Y lo peor era que mi única preocupación en ese comento consistía en que Pedrito Garfias no entrara y me viera en este estado lamentable. Al mismo tiempo no dejaba de pensar en el florero, al que evitaba mirar aunque sabía ( tonta de remate no soy ) que estaba allí, en la habitación de pie sobre una repisa en donde había también  un sapo de plata, un sapo cuya piel parecía haber absorbido toda la locura de la luna mexicana. Y luego, aún temblando, me levanté y me volví a acercar, yo creo que con la sana intención de coger el florero y estrellarlo contra el suelo, y esta vez no me aproximñe al objeto de mi terror en espiral sino en línea recta, una linera recta vacilante, sí. pero línea recta al fin y al cabo. Y cuando estuve a medio metro del florero me detuve otra vez y me dije: si no el infierno allí hay pesadillas, allí está todo lo que la gente ha perdido, todo lo que causa dolor y lo que más vale olvidar.
Y entonces pensé: ¿ Pedrito Garfias sabe lo que se esconde en el interior de su florero? ¿Saben los poetas lo que se agazapa en la boca sin fondo se sus floreros? ¿ Y si lo saben por qué no los destrozan, por qué no asumen ellos mismo esta responsabilidad?
Aquel día no supe pensar en otra cosa. Me fui más temprano de lo usual y me dediqué a pasear por el Bosque de Chapultepec. Un lugar bonito y sedante. Pero por más que caminaba y admiraba lo que veía no podía dejar de pensar en el florero y en el estudio de Pedrito Garfias y en sus libros y en su mirada tan triste que a veces se posaba sobre las cosas más inofensivas y otras veces sobre las cosas más peligrosas. Y así mientras ante mis ojos veía los muros del Palacio de Maximiliano y Carlota, o veía los árboles del bosque multiplicados en la superficie del lago Chapultec, en mi imaginación sólo se veía a un poeta español que miraba un florero con una tristeza que parecía abarcarlo todo. Y eso me daba rabia.
O mejor dicho: al principio me daba rabia. Me preguntaba a mi misma por qué razón él no hacía nada al respecto. Por qué el poeta se quedaba mirando el florero en vez de dar dos pasos ( dos o tres pasos que resultarían tan elegantes con sus pantalones de lino crudo) y agarrar el florero con ambas manos y estrellarlo contra el suelo. Pero luego se me iba la rabia y me ponía a reflexionar mientras la brisa del Bosque del Chapultepec ( del pintoresco CHapultepec, como escribió Manuel Gutiérrez Nájera) me acariciaba la punta del lapiz hasta que caía en la cuenta de que probablemente Pedrito Garfias ya había roto muchos floreros, muchos objetos misteriosos a lo largo de su vida, ¡ innumerables floreros !, ¡y en dos continentes!, así que quién era yo para reprocharle, aunque sólo fuera mentalmente, la pasividad que mostraba ante el que tenía en su estudio.
Y ya puesta en esa tesitura, incluso buscaba más de una razón que justificara la permanencia del florero, y efectivamente se me ocurrí más de una, pero para qué enumararlas, qué inutilidad enumerarlas. Lo único cierto era que el florero estaba allí, aunque también podría estar en una nueva ventana abierta en Montevideo o sobre el escritorio de mi padre, que murió hace tanto tiempo que ya casi lo he olvidado, en la antigua casa de mi padre, el doctor Lacouture, una casa y un escritorio sobre los que caen ya mismo los pilares del olvido.



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