lunes, 16 de septiembre de 2013

El arte de desaparecer

Hasta que llegó aquel día, el dia precisamente de su jubilación, siempre le había horrorizado la idea de llegar a tener éxito en la vida. Muy a menudo se le veía andar de puntillas por el instituto o por su casa, como no queriendo molestar a nadie. Y siempre había existido en él un rechazo total del sentimiento de protagonismo. Perder, por ejemplo, siempre le había gustado. Hasta en el ajedrez prefería jugar a un tipo de juego que se llama autómata, y que conciste en obligar al contrincante a vencer a pesar suyo. Le gustaba sentirse a buen resguardo de las indiscretas miradas de los otros. Y no era nada extraño, por tanto, que todo lo que a lo largo de cuarenta años habia ido escribiendo -siete extensas novelas en torno al tema del funambulismo- permaneciera rigurosamente inédito, encerrado bajo doble llave en el fondo de un baúl que había heredado de sus discretos antepasados.
Era un hombre modesto, no orientado hacia sí mismo, sino hacia una búsqueda oscura, hacia una preocupación esencial cuya importancia no estaba ligada a la afirmación de su persona; se trataba de una búsqueda muy peculiar en la que estaba emepñado con obstinación y fuerzas metódicas que sólo se disimulaba bajo su modestia.
¿Para qué exhibirme ( razonaba Anatol cínicamente ) y por qué dar a la imprenta mis textos si en lo que yo escribo sospecho que no hay más que una ceremonia íntima y egoista, una especie de interminable y falsificado chisme sobre mí  mismo, destinado, por tanto, a una utilización estrictamente privada?
Era un razonamiento absolutamente cínico que él se hacía a menudo para no sentirse tentado a publicar. Porque nada más lejos de la realidad todo aquello que se decía a sí mismo para así engañarse y poder seguir en la amada sombra del cerrado espacio de su estudio.
Entre las medidas adoptadas para poder vivir como escritor secreto, la más curiosa de todas era la que habia tomado hacía ya más de cuarenta años: la de vivir en su propio país, la pequeña y seductora, aunque terriblemente mezquina, isla de Umbertha, haciéndose pasar por extranjero. Le resultó fácil erra le facilitó el cambio de identidad. De pronto, una noche, muertos ya todos, Anatol comprendío que estaba solo, completamente solo en el mundo, y notó esa sensación de extravío que se siente cuando, en el camino, nos volvemos atrás y vemos el trecho recorrido, la vía indiferente que se pierde en un horizonte que ya  no es el nuestro. Concluida la guerra, Anatol se dijo que al final sólo quedaba eso, la mirada hacia atrás que se percibía la nada, y estuvo deambulando -extraviado- tres largos años por Europa, y cuando cumplió los veinte regresó a Umbertha y lo hizo exagerando enormente las haches aspiradas ( en Umbertha no hay palabra que no lleve esa letra, que es pronunciada siemore de forma relativamente aspirada) y cometiendo, además, todo tipo de errores cuando hablaba ese idioma. Todo el mundo le tomó por forastero, y hasta se reían mucho con su exageración al asprirar las haches, y eso le reportó a Anatol inmediata ventaja de asegurarse protección como escritor secreto, pues en Umbertha los buscadores del oro de talentos ocultos sólo estaban interesados en posibles glorias nacionales y descartaban por sistema cualquier pista que pudiera conducir a genios forasteros.
¿En cuántos lugares de este mundo ( razonaba Anatol )  no habrá en este instante genios ocultos cuyos pensamientos no llegarán nunca a oídas a la gente? El mundo es para quién nace para conquistarlo, no para quienes prefieren pasar desapercibidos, vivir en el anonimato.

Viviendo en ese anónimato, tratando de pasar de puntillas por la vida, protegido por su falsa condición de extranjero y confiando en no ser nunca reconocido como isleño ni como escritor, había ido disfrutando durante cuarenta años de una discreta y feliz existencia. Siempre en compañia de su esposa Yma, una umberthiana que le dio cinco hijos y que fue siempre fiel cómplice de sus secretos literarios. Y trabajando siempre en lo mismo, como profesor de idiomas y de educación física en un instituto de la capital.

...
¿ Y es que sospecho, amigo Anatol, que lo harás muy bien. Siempre me as parecido un escritor secreto...Tardó en darse cuenta de que las palabras de  Bompharte eran tan sólo una forma convencional de animarle a escribir

¨ Y cuando comenzó a redactar la introducción no tardó en drse cuenta de lo dificil que iba a resultarle escribir con desidia o con torpeza. Aunque hubiera sabido hacerlo, habría sido incapaz de firmar un texto inválido, y además él pensaba que era cierto eso de que cada hombre lleva escrita en la propia sangre la fidelidad de una voz y no hace más que obedecerla, por muchas derogaciones que la ocasion sugiera¨

Por una parte, pues, la íntima sensación de que en el fondo ardo en deseos de que me lean. Y por otra parte, con características más fuertes, el presentimiento de que un eventual destino de escritor pueda contener no sé qué simientes de una siniestra aventura. Y por encima de todo ese dilema, la imresión o tal vez certza de que en la clandestinidad mi obra ha madurado más y mejor que si me hubiera apresurado apublicarla; y también la impresión o tal vez certeza de que estoy llegando a la última etapa de un viaje en el que he ido aprendiendo lentamente el difícil ejercicio de saber perderse en el emboscado mundo de lo impreso.

Nunca dejaste que leyera tus papeles (le dijo Yhma), y por eso yo siempre he vivido con cierta ignorancia acerca de aquello sobr elo que tú realmente escribías. Pero debo decirte que siempre, ¿me oyes?, siempre me he preguntado cuál debe ser la historia que subyace debajo de todas las historias que has contado en tus novelas. Es triste ( dijo Anatol desviándose de la cuestión), pero cada vez se glorifica menos al arte y más al artista creador; cada vez se prefiere más al artista que ala obra. Es triste créeme.
Pero no has contestado a mi pregunta ( insistio Yhma ).
¿ Cuál puede ser esa historia que debes estar repitiendo continuamnete en tus novelas?
En el fondo, muy en el fondo ( Le contestó entonces Anatol simulando una confesión muy íntima y dolorosa ), o vengo repitiendo desde siempre la historia de alguien que se jura vivir en su propio país disfrazado de forastero hasta que le reconozcan.
 Pues ya te han  reconocido ( le dijo su mujer con una sonrisa que a Anatol le pareció de una estupidez y grosería infinitas)
¿ Me atreveré a subir al alambre y a correr los riesgos del funámbulo? 
Si enttrego la novela, ya nunca podré recobrarla, pertenecerá al mundo.
De repente el poder de las plabras me parece exorbitante; su responsabilidad, insostenible.

Amigo Anatol -le diría poco después Hvulac al recibir el manuscrito-, quisiera que supiera que mi experiencia de autor reconocido confirma su presentimiento de que se trata de uan aventura realmente siniestra, pero el hecho es que no se puededejar de correrla, créame, no se puede escapar a un  destino semejante.

Pero es que a mí, amigo Hvulac, siempre me ha horrorizado el sentimiento de protagonismo. Yo siempre amé la discreción, el feliz anonimato, la gloria sin fama, la grandeza sin brillo, la dignidad sin sueldo, el prestigio propio. Ya de niño, el mundo de la escritura se me presentaba como precozmente apetecible y prohibido, relacionado en cualquier caso, con una infracción, con una práctica furtiva. Y además, amigo Hvulac, en lo que yo escribo sospecho una operación de baja lujuria, una especie de interminable y falsificado chisme sobre mí mismo. ¿ a quién podría interesarle algo semejante? 

Perdone no logro nunca recordar su nombre que, por otra parte, si quiere que le iga la verdad, siempre me sonó falso. 

domingo, 15 de septiembre de 2013

Prólogo de Suicidios ejemplares, Enrique Vila-Matas

Hace unos años comenzaron a aparecer unos graffiti misteriosos en los muros de la ciudad nueva de Fez, en Marruecos. Se descubrió que los trazaba un vagabundo, un campesino emigrado que no se había integrado en la vida urbana y que para orientarse debía marcar itinerarios de su propio mapa secreto, superponiéndolos a la topografía de la ciudad moderna que le era extraña y hostil.

     Mi idea, al iniciar este libro contra la vida extraña y hostil, es obrar de forma parecida a la del vagabundo de Fez, es decir, intentar orientarme en el laberinto del suicidio a base de marcar el itinerario de mi propio mapa secreto y literario y esperar a que éste coincida con el que tanto atrajo a mi personaje favorito, aquel romano de quien Savinio en Melancolía Hermética nos dice que, a grandes rasgos, viajaba en un principio sumido en la nostalgia, más tarde fue invadido por una tristeza muy humorística, buscó después la serenidad helénica y finalmente -«Intenten, si pueden, detener a un hombre que viaja con su suicidio en el ojal», decía Rigaut- se dio digna muerte a sí mismo, y lo hizo de una manera osada, como protesta por tanta estupidez y en la plenitud de una pasión, pues no deseaba diluirse oscuramente con el paso de los años.

     «Viajo para conocer mi geografía», escribió un loco, a principios de siglo, en los muros de un manicomio francés. Y eso me lleva a pensar en Pessoa («Viajar, perder países») y a parafrasearlo: Viajar, perder suicidios; perderlos todos. Viajar hasta que se agoten en el libro las nobles opciones de muerte que existen. Y entonces cuando todo haya terminado, dejar que el lector proceda de forma opuesta y simétrica a la del vagabundo de Fez y que, con cierta locura cartográfica, actúe como Opicinus, un sacerdote italiano de comienzos del trescientos, cuya obsesión dominante era interpretar el significado de los mapas geográficos, proyectar su mundo interior sobre ellos -no hacía más que dibujar las formas de las costas del Mediterráneo a lo largo y a lo ancho, superponiéndole a veces el dibujo del mismo mapa orientado de otra manera, y en estos trazados geográficos dibujaba personajes de su vida y escribía sus opiniones acerca de cualquier tema-, es decir, dejar que el lector proyecte su propio mundo interior sobre el mapa secreto y literario de este itinerario moral que aquí mismo ya nace suicidado.
(Prólogo de Suicidios ejemplares)

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