viernes, 1 de marzo de 2013

Paul Auster, La Triología de Nueva York.

También sabemos que escribia libros. Para ser exactos, sabemos que escribia novelas de misterio. Escribía estas obras con el nombre de William Wilson y las producía a razón de una novela, el resto del año estaba libre para hacer lo que quisiera. Leía muchos libros, miraba cuadros, iba al cine. En verano veía los partidos de béisbol en la televisión; en invierno iba a la ópera. Más que ninguna otra cosa, sin embargo, le gustaba caminar.
Casi todos los días, con lluvia o con sol, con frío o calor, salía de sua partamento para cmainar por la ciudad, sin dirigirse a ningún lugar concreto, sino simplemente a donde le llevaran sus piernas.
Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre dejaba la sensación de estar perdido. Perdidono solo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a si mismo atrás, y entregándose al movimiento d elas calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar de la obligación d epensar. Y eso, más que nada, le daba cierta paz, un saludable vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y a la velocidad a la que cambiaba le hacia imposible fijar su atención en ninguna cosa  por mucho tiempo. El movimiento era lo esencial, el acto d eponer un pie delante del otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras vagaba sin propósito, todos los lugares se volvían iguales y daba igual dónde estuviese. En sus mejores paseos conseguía sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en última instancia, era lo que pedía a las cosas: no estar en ningún sitio. Nueva York era el ningún sitio que habia construido a su alrededor y se daba cuenta de que no tenía la menor intención de djarlo nunca más.

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