Mi idea, al iniciar este libro contra la vida extraña y hostil, es obrar de forma parecida a la del vagabundo de Fez, es decir, intentar orientarme en el laberinto del suicidio a base de marcar el itinerario de mi propio mapa secreto y literario y esperar a que éste coincida con el que tanto atrajo a mi personaje favorito, aquel romano de quien Savinio en Melancolía Hermética nos dice que, a grandes rasgos, viajaba en un principio sumido en la nostalgia, más tarde fue invadido por una tristeza muy humorística, buscó después la serenidad helénica y finalmente -«Intenten, si pueden, detener a un hombre que viaja con su suicidio en el ojal», decía Rigaut- se dio digna muerte a sí mismo, y lo hizo de una manera osada, como protesta por tanta estupidez y en la plenitud de una pasión, pues no deseaba diluirse oscuramente con el paso de los años.
«Viajo para conocer mi geografía», escribió un loco, a principios de siglo, en los muros de un manicomio francés. Y eso me lleva a pensar en Pessoa («Viajar, perder países») y a parafrasearlo: Viajar, perder suicidios; perderlos todos. Viajar hasta que se agoten en el libro las nobles opciones de muerte que existen. Y entonces cuando todo haya terminado, dejar que el lector proceda de forma opuesta y simétrica a la del vagabundo de Fez y que, con cierta locura cartográfica, actúe como Opicinus, un sacerdote italiano de comienzos del trescientos, cuya obsesión dominante era interpretar el significado de los mapas geográficos, proyectar su mundo interior sobre ellos -no hacía más que dibujar las formas de las costas del Mediterráneo a lo largo y a lo ancho, superponiéndole a veces el dibujo del mismo mapa orientado de otra manera, y en estos trazados geográficos dibujaba personajes de su vida y escribía sus opiniones acerca de cualquier tema-, es decir, dejar que el lector proyecte su propio mundo interior sobre el mapa secreto y literario de este itinerario moral que aquí mismo ya nace suicidado.
(Prólogo de Suicidios ejemplares)
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