domingo, 25 de agosto de 2013

Roberto Bolaño. Amuleto

Me puse a pensar, por ejemplo, en los dientes que perdí, aunque en ese momento, en septiembre de 1968, yo aún tenía todos mis dientes, lo que bien mirado no deja de resultar raro. Pero lo cierto es que pensé en mis dientes, mis cuatro dientes delanteros que fui perdiendo en años sucesivos porque no tenía dinero para ir al dentista, ni ganas de ir al dentista, ni tiempo. Y resultó curioso pensar en mis dientes porque por una parte a mi me traía sin cuidado carecer de los cuatro dientes más importantes en la dentadura de una mujer, y por otra parte el perderlos me hirió en lo más profundo de mi ser y esa herida ardía y era necesaria e innecesaria, era basurda. Todavía hoy, cuando lo pienso, no lo comprendo. En fin: perdí mis dientes en México como había perdido tantas otras cosas en México, y aunque de vez en cuando voces amigas o que pretendían serlo me decían ponte los dientes, Auxilio, haremos una colecta para comprarte unos postizos, Auxilio, yo siempre supe que ese hueco iba a permanecer hasta el final en carne viva y no les hacía demasiado caso aunque tampoco daba de plano una respuesta negativa.
Y la pérdida trajo consigo una nueva costumbre. A partir de entonces, cuando hablaba o cuando me reía, cubría con la palma de la mano mi boca desdentada, gesto que según supe no tardó en hacerse popular entre los ambientes, Yo perdí mis dientes pero no perdí la discreción, la reserva, un cierto sentido de elegancia. La emepratriz josefina, es sabido, tenía enormes caries negras en la parte posterior de su dentadura y eso no le restaba un ápice de encanto. Ella se cubría con un pañuelo o con un abanico; yo, más terrenal, habitante del DF alado y del DF subterráneo, me ponía la palma en la mano sobre los labios y me reía y hablaba libremente en las largas noches mexicanas. Mi aspecto, para los que recién me conocían, era el de una conspiradora o el de un ser extraño, mitas sulamita y mitad murciélago albino. Pero eso a mí no me importaba. Allí está Auxilio, decían los poetas, y allí estaba yo, sentada a la mesa de un novelista con delírium tremens o de un periodista suicida, riéndome y hablando, secreteando y contando habladurías, y nadie podía decir: yo he visto la boca herida de la uruguaya, yo he visto las encías peladas de la única persona que se quedó en la Universidad cuando entraron los granaderos, en septiembre de 1968. Podían decir: Aucilio habla como los conspiradores, acercando la cabeza y cubriéndose la boca. Podían decir: Auxilio habla mirándote a los ojos. Podían decir ( y reírse al decirlo ): ¿ cómo consigue Auxilio, aunque tenga las manos ocupadas con libros y con vasos de tequila, llevarse siempre una mano a la boca de manera por demás espontánea y natural?, ¿ en dónde reside el secreto de ese su juego de manos prodigioso? El secreto, amigos míos, no pienso llevármelo a la tumba ( a la tumba no hay que llevarse nada). El secreto reside en los nervios. En los nervios que se tensan y se alargan para alcanzar los bordes de la sociabilidad y el amor. Los bordes espantosamente afilados de la sociabilidad y el amor.
Yo perdí mis dientes en el altar de los sacrificios humanos.

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