domingo, 3 de marzo de 2013
Watts Towers por Anais Nin en el Diario VI
Watts Towers
Cuando Simon Rodia llegó de Italia tenía viente años. Su padre había sido albañil y le habia enseñado su profesión. Se estableció en un piso, en una zona de los Angeles poco edificada, junto a una vía de ferrocarril, porque aquella choza de madera gris, construida en una extraña parcela triangular, era barata. Se dispuso a trabajar. Viajaba en una vieja camioneta Ford desamntelada y regresaba cada noche a su casa de madera gris plomo. Las parcelas a ambos lados de la via del tren estaban desuicadas. Malas hierbas, latas y botellas rotas eran las únicas flores de estos tristes jardines. Algunos neumáticos de automóvil desechados constituían una atracción para los juegos de los niños dle vecindario. Los únicos árboles eran postes de teléfono desnudos. El paisaje iba de la hierba silvestre quemada y pardusca al marrón sucio de los pozos de aceite. Las demás casas eran como la suya, tablas de madera unidas apresuradamente con clavos, con vallas desdentadas tras las cuales cobijaban fmailias de negros y mexicanos. Chirriaban los goznes oxidados de la spuertas. Periódicos viejos aleteaban como pájaros moribundos.
El albañis italiano iba ahora vestido con un mono azul. Su coche er gris y estaba polvoriento. Pero era un albañil muy hábil y tenía trabajo suficiente. Las radios sonaban fuertes y ásperas, y bajo el pretexto de compartir lasnoticias hablaban sólo de crímenes, de malicia, de ganagsters, y nunca informaban de actos de devoción y sacrificio.
A su puerta sólo llamban vendedores. Uno queria venderle un solar para entierro en un cementerio.
No, gracias, contesto. Quiero que me entierren en Italia.
Tabajo duro. Casa tras casa, día tras día. Al final de cada día habia mucho material para tirar, azulejos rotos, mosaicos rotos, cristales rotos, que llevaba a su casa en camioneta.
DUrante sus comidas de salchicas, espaguetis y vino tinto, soñaba. Casi siempre era el mismo sueño. Era en color. Recodaba el suelo de azulejos en la cocina del hogar de su infancia, colocados por su padre. Recordaba las fuentes en la plaza de su pueblo, decoradas con mosaicos. El techo de su iglesia, y las escenas celestiales en mosaicos dorados y azules. Recordaba el chapitel de la iglesia, decorado con azulejos dorados que brillaban al sol. Recuerdos de color. Recuerdos de arcos, columnatas, campanarios, patios y plazas con delicados dibujos en mosaico.
Lo que habia recogido en su terreno eran fragmentos, como si todas las cosas hermosas que habia visto en Italia yacieran allí, destrozadas. Pero los fragmentos, los desechos relucían con la luz, incluso estando rotos. Empezó a darse cuenta de que no podia seguir vivendo en medio de tanta suciedad. Limpió su propio patio, levantó un esqueleto de hierro, parecido a la Torre Eiffel, y sobre esto empezó a pegar con cemento los trozos rotos de azulejos, cristal e incluso de cerámica que encontraba en lso vertederos de basura. No era una reproducción d elo que había visto en Italia. Era su sueño de color, de fragmentos que captaban la luz, un sueño diluido por el tiempo y el recuerdo. Era su propia creación, qu eno se asemejaba a ninguna otra, pero que era capaz de proporcinar el mismo deleite que las contemplación de los techos, las torres y las plazas acabadas de Italia. Con los fragmentos formaba dibujos, dibujos bastractos de flores, mandalas abstractas, utilizando el fondo de una botella como corazón. Habia torrecillas, arcadas, pasajes ojivales, todo ricamente incrustados con cualquier color que pudiera captar la luz. Era una ciudad bizantina vista en sueños, ligeramente borrada por el tiempo, como si los campanarios, de Venecia, los minaretes de Roma, estuvieran todos ellos reflejados en agua, construidos con luz, perdiendo sus angulares contronos. Extrañas formas líricas sobresalían de la superficie plana de la obra: el cuello de cisne de una tetera rota, el mango en forma de lira de una aza. Sus ciudades italianas habían dejado huellas de oro, verde, rojo yplata, sus iglesias el recuerdo de olores visto a través de vidrio pintado. Reunidos con amor en torres acaracoladas, eran más milagrosas, construidas por una sola mano, en medio de la esterilidad, elevándose entre postes de teléfono y malas hierbas muertas y amarronadas.
El vendedor venía cada año para intentar venderle su parcela en el cementerio.
EL albañil tenía cuarenta años. Ya habia dos torres tan altas como torres de perforación. Venían artistas de todas partes del mundo para verlas.
Un día, cuando vino a verle el vendedor, el albañil que ya tenía ochenta años, se habia marchado. Habia regresado a Italia.
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