Del arte urbano a los murales, ¿qué hemos perdido?
Publicado en Madrid el 11 de diciembre de 2016
Los grandes murales institucionales que se han hecho habituales en los últimos cinco años suelen ser llamados arte urbano. Este uso del término crea confusión, dado que existen diferencias claras y fundamentales entre estos murales y las obras a las que llamábamos arte urbano en la década pasada, más pequeñas y producidas sin permiso.1 Este texto identifica las diferencias entre estas dos prácticas y es al tiempo una descripción detallada de las cualidades que hacen único al arte urbano independiente.
Trabajando con el contexto
La calle no es un lienzo en blanco. Es una acumulación de objetos, cada uno de los cuales tiene un potencial particular que viene dado por sus cualidades físicas y por su relación con el funcionamiento de la ciudad y con la historia local. En una obra de arte urbano producida de forma plena estas formas y significados no son el escenario, son el material de trabajo.
Para empezar, el artista necesita escoger una ubicación, y esto constituye en realidad la mitad del trabajo. Por supuesto, una ubicación puede ser escogida por deseo de trabajar con sus texturas y colores, y con la historia que está impregnada en ellos. Pero hay muchos más matices en juego.
Una obra puede ubicarse a una altura elevada o baja, cerca del espectador o lejos de él. Puede ubicarse de forma que sea muy visible y alcance por tanto a un gran número de personas, o bien de forma que no resulte fácil verla, en cuyo caso el mensaje llega a menos personas, pero, cuando lo hace, es de forma más profunda. Puede ser muy visible, pero solo desde cierta posición concreta. Todas estas decisiones son formas efectivas de modular el mensaje, y tener un buen ojo para ellas es una de las cualidades de un buen artista urbano.
Trabajar sin permiso conlleva un conjunto particular de problemas a la hora de escoger la ubicación, dado que el artista necesita encontrar un equilibrio entre visibilidad, durabilidad y riesgo: la visibilidad de la obra resultante, cuánto tiempo se puede esperar que esta permanezca, y cuánto riesgo implica trabajar en ese lugar, tanto en términos de peligro físico como en cuanto a la posibilidad de ser sorprendido. Por ejemplo, un artista puede asumir grandes riesgos para obtener una gran visibilidad, o puede preferir asumir pocos riesgos y producir obras poco visibles pero con una mayor expectativa de permanencia.
Trabajar sin permiso conlleva un conjunto particular de problemas a la hora de escoger una ubicación.
Haciendo un uso lúcido del contexto el artista puede encontrar maneras de conseguir la máxima visibilidad y durabilidad asumiendo el mínimo riesgo posible. Puede sacar provecho de la arquitectura encontrando vías de entrada o posiciones ventajosas desde las que trabajar. Y puede sacar provecho del comportamiento de la gente en torno a la ubicación elegida, por ejemplo esperando un momento concreto del día, la semana o el año en que haya menos gente de lo habitual.
Además de todos estos aspectos físicos, trabajar con un contexto concreto implica jugar con los significados y connotaciones de los objetos que lo componen. Como ocurre con cualquier otra forma de arte público, el resultado final de una obra de arte urbano es siempre la suma de los significados propuestos por el artista y los de los elementos que estaban en el lugar.
Así pues, son muchos los aspectos que deben ser tenidos en cuenta a la hora de producir arte urbano que funcione plenamente con su contexto. En consecuencia, para conseguirlo el artista necesita llegar a conocer el contexto con el que trabaja, y ese es un proceso que necesariamente implica tiempo. Las obras de arte urbano más fructuosas desde el punto de vista de la relación con su contexto suelen ser producidas por un artista en su propia ciudad o en un lugar que visita a menudo.
En los murales hay muy poco de todo esto. Para empezar, las fachadas suelen ser pintadas de blanco antes de que se produzca el mural, y por lo tanto no hay ninguna posibilidad de juego con las texturas de la superficie ni con la historia impregnada en ellas. Pero más importante aún es el hecho de que, para la producción de un mural, el artista suele permanecer en la ciudad durante solo unos días, justo el tiempo suficiente para pintar la obra. Esto deja poco margen para llegar a establecer intimidad con el contexto. Además, un muralista rara vez tiene la oportunidad de buscar personalmente la ubicación de su obra. En ocasiones puede escoger entre varias fotografías de posibles paredes, pero mirar la imagen de un edificio no suele ofrecer muchas oportunidades de aprender acerca de él o de su entorno más allá del tamaño y la proporción de la pared.
Para que el arte urbano funcione plenamente el artista necesita conocer el contexto, y ese es un proceso que implica tiempo.
Para un artista urbano, adaptarse al contexto implica a menudo personalizar o incluso diseñar y construir herramientas para determinadas necesidades. Un ejemplo especialmente ingenioso es el juego de herramientas montadas sobre una bicicleta que el artista estadounidense MOMO construyó para pegar los posters de su serie The MOMO Maker sobre superficies elevadas de toda la ciudad de Nueva York.2 En contraste, la producción de un mural rara vez implica la necesidad de inventar soluciones técnicas. Por tanto, este enorme potencial creativo se pierde, junto con la mencionada posibilidad de jugar con las características particulares del entorno y de la superficie con que se trabaja.
La modulación de todos estos parámetros contextuales es una de las principales vías a través de las cuales un artista urbano puede desarrollar su voz personal. Y, para el espectador, buena parte del disfrute surge de la apreciación de esta modulación. Pero estas posibilidades, que hacen único al arte urbano, se pierden casi por completo en un mural.
La cualidad transversal del arte urbano
Un aspecto importante de trabajar con contextos es el hecho de que estos pueden ser reordenados. Gracias a la naturaleza no regulada de su práctica, un artista urbano puede ignorar los límites dictados por la propiedad privada que determinan dónde puede o no puede actuar. Una obra de arte urbano puede cubrir simultáneamente dos o más superficies contiguas pertenecientes a diferentes dueños, ignorando así la división de materia y espacio demarcada por el dinero. El arte urbano puede por tanto hacer visible cómo estos límites de acción y estas demarcaciones físicas son arbitrarias y culturales. Puede devolver el espacio y la materia a su estado natural, cuando todo era de uso de todos y nadie poseía realmente nada.
Los murales, por el contrario, confirman los límites demarcados por el dinero. Validan el statu quo al distribuirse obedientemente allí donde la arquitectura y la propiedad les dictan. No cuestionan la lógica del dinero sino que la reafirman, y lo hacen de forma muy visible.
Los murales, por el contrario, se distribuyen obedientemente allí donde la arquitectura y la propiedad les dictan.
Otra diferencia crucial radica en el hecho de que el arte urbano cambia en entorno solo de forma simbólica. Mientras que el poder usa materiales arquitectónicos para intentar convertir su división del espacio en una realidad física permanente, el arte urbano suele usar materiales humildes y efímeros como la pintura o el papel, que transforman el espacio solo a nivel simbólico. Por este motivo puede ser interpretado como una parodia de esa ordenación pretendidamente permanente que el capitalismo hace del mundo, de ese presuntuoso orden que inevitablemente acaba volviendo a la amalgama de la que procede. El arte urbano puede por tanto ser una suerte de vaticinio del futuro estado de un edificio. Este es uno de los motivos por los que puede resultar perturbador, porque puede hacer visible cómo un orgulloso edificio es, en esencia, solo una miserable ruina.
La escala humana
El tamaño físico de una obra es crucial, como lo es también su posición respecto al espectador. La manipulación de tamaño y distancia abre un enorme campo expresivo lleno de matices. Una obra grande puede alzarse sobre el espectador, o puede asomar desde muy lejos sin dejar de ser legible. Una obra pequeña puede escurrirse entre las rendijas del paisaje y aparecer de pronto, creando una situación sorprendentemente íntima.
Pero es crucial señalar que todo este juego con el tamaño tiene lugar necesariamente dentro de la escala humana. El arte urbano siempre funciona en una escala relacionada con el cuerpo humano. Solo puede ser tan grande como el cuerpo humano permite. Un artista puede alcanzar más allá usando una escalera o una pértiga, pero estas herramientas portátiles funcionan solo como extensiones del cuerpo, de modo que la obra resultante sigue siendo visiblemente humana.
El arte urbano siempre funciona dentro de una escala humana. Solo puede ser tan grande como el cuerpo humano permite.
Para llegar más lejos de lo que su cuerpo por sí solo le permite, un artista puede también sacar provecho de las características de la arquitectura que rodea el lugar elegido. Puede, por ejemplo, comenzar a ejecutar una obra desde el nivel del suelo y completarla escalando hasta una repisa o asomando por una ventana. Sacar provecho de este modo de las formas de la arquitectura es también útil para modular la distancia entre obra y espectador, y se usa a menudo de forma muy efectiva para incrementar la visibilidad de una obra. Pero, de nuevo, esto tiene lugar dentro de límites perceptiblemente humanos.
Como consecuencia de estos límites, una obra de arte urbano es siempre un rastro del acto de medir la escala física del entorno con la del cuerpo humano. Y esto es, por supuesto, algo que el espectador puede percibir. Leer este rastro es de hecho uno de los aspectos que pueden hacer que el arte urbano resulte interesante. Una obra de arte urbano permite al espectador medir la dimensión física del entorno proyectando su propia dimensión física sobre este.
Cualquier obra de arte urbano es, por tanto, la presencia visible de otro ser humano, de un semejante. Pasa a formar parte del entorno de forma natural, como uno de los muchos rastros humanos que hay en él. Esto incluiría los grafitis o los posters, pero también muchos otros rastros quizá menos perceptibles, y a menudo producidos de forma inconsciente. Cosas como, por ejemplo, pequeños objetos tirados en el suelo, o marcas causadas por el uso repetido de llaves, puertas, o superficies sobre las que se camina, como en el caso de los llamados “desire paths”.3 Como consecuencia de esto el arte urbano tiene un potencial particularmente grande para conectar con los viandantes de forma íntima.
Los murales, por el contrario, existen en una escala inhumana, monumental, muy lejos del espectador. Crear una conexión significativa es por tanto mucho más difícil. En los murales el artista tiene pocas posibilidades de jugar con la escala y la distancia, dado que, en casi todos los casos, solo se usa un extremo de todo el rango de posibles modulaciones de la escala. Al producir un mural el artista no se ve obligado a entender el entorno en que trabaja, dado que no necesita adaptarse a él. Los murales se implementan con artilugios sobrehumanos como andamios o grúas, que operan en una escala que permite al artista ignorar el entorno de la obra. En lugar de venir desde abajo, un mural viene desde arriba.
Los murales, por el contrario, existen en una escala inhumana, monumental, muy lejos del espectador.
Una obra de arte urbano se crea, necesariamente, de forma análoga al modo en que un sendero aparece sobre un paisaje. Un sendero necesita adaptarse a las formas del terreno, es el resultado de un diálogo entre esas formas y el potencial del cuerpo humano. Un mural, por el contrario, opera como una autopista o un viaducto: ignora por su propia naturaleza todas las características que definen un lugar, excepto las más prominentes.
Una analogía similar puede trazarse entre una obra de arte urbano y una calle medieval, que toma forma en función de las formas del terreno y las decisiones de sus habitantes, y entre un mural y una avenida haussmanniana, que se implementa con ayuda de máquinas sobrehumanas y es patentemente ciega respecto a cualquier característica natural o humana del lugar sobre el que aparece. Un mural es, desde este punto de vista, otro instrumento más para ejercer control sobre un entorno y su población.
Un mural no revela nada sobre las posibilidades y limitaciones de la relación entre el cuerpo humano y el entorno construido. Ya no es un retrato de la relación entre una persona y su entorno, relación que está necesariamente abierta al diálogo. Es, por el contrario, un retrato de la manera en que el poder se relaciona con el entorno, casi siempre en un monólogo ciego e impuesto.
Una consecuencia importante de esto es el hecho de que el espectador puede responder a una obra de arte urbano, puede por ejemplo corregirla o cubrirla con pintura. El arte urbano es, por tanto, una llamada a la acción, hace al espectador consciente de su propio poder. Nos devuelve al tiempo en que cada persona podía reordenar su entorno tanto como le permitiera el potencial de su cuerpo, antes de que el poder de unos pocos comenzara a determinar los límites de acción de todos los demás. Evoca esa realidad inherentemente humana, de cuya represión ha surgido el alienante entorno en que vivimos. A la luz de todo esto, es natural que el arte urbano, y la cercana práctica del graffiti en particular, se hayan vuelto más prominentes y violentos a medida que el control sobre el entorno ejercido por la arquitectura y la publicidad se ha hecho más fuerte.
Al igual que la arquitectura o la publicidad, los murales son un monólogo al que el espectador no puede responder.
En contraste con la naturaleza del arte urbano, que hace al espectador consciente de su propio poder, los murales imponen una posición pasiva en el espectador. Al igual que la arquitectura o la publicidad, los murales son un monólogo al que el espectador no puede responder. Los murales dejan muy claro que quien los observa es un espectador pasivo, un consumidor. El arte urbano puede ser un diálogo entre la gente, mientras que los murales son, en esencia, una vía de comunicación de una sola dirección monopolizada por el poder.
La dimensión geográfica: redes y caminos
A lo largo de esta observación del modo en que el arte urbano y los murales funcionan con su entorno y con la escala hemos examinado el arte urbano tomando la obra suelta como objeto de análisis. Pero una obra de arte urbano rara vez funciona de forma aislada. Suele ser parte de una serie, o de lo que podría denominarse una serie. Las obras de un artista urbano se acumulan en el espacio y el tiempo, y, en conjunto, forman una red. La red de obras es, de hecho, la manifestación natural del arte urbano, y podría entenderse como la verdadera pieza artística.
En esta acumulación de acciones se hace visible la determinación y la ética de trabajo del artista, y se da forma a una estrategia particular para la propagación de obras a través del paisaje y a lo largo del tiempo. Pero, y esto es aún más importante, esta acumulación de acciones implica una acumulación de decisiones. Y estas decisiones que el artista toma al hacer uso de cada contexto responden a ciertas tácticas, que pueden ser más o menos inteligentes, creativas y audaces.
En una red, todas las modulaciones en la relación entre artista y contexto a las que me he referido tienen lugar una y otra vez. Esto da al artista innumerables oportunidades para articular su gusto a la hora de escoger ubicaciones y jugar con ellas, un proceso a través del cual da forma a su visión particular de la ciudad. Siguiendo esta acumulación de decisiones el espectador puede ir poco a poco conociendo y apreciando tanto la estrategia del artista en la propagación de su obra como su sensibilidad respecto al entorno construido. La experiencia estética del arte urbano tiene lugar, en realidad, a través de esta repetición de encuentros con la obra a lo largo del espacio y el tiempo. Y solo una red puede dar lugar a este tipo de experiencia.
El arte urbano implica, por tanto, un trabajo estratégico que podría describirse como geográfico. Una red de obras forma un dibujo imaginario sobre el mapa de la ciudad que es, de nuevo, un rastro de la relación entre en artista y el entorno que el espectador puede seguir, pero en este caso el rastro funciona a escala geográfica. Descubrir este tipo de redes, y seguir los caminos que forman, permite al espectador estar más cerca de su entorno. El espectador puede tocarlo todo, aunque no sea físicamente. Esto abre su consciencia a un nuevo estrato de la realidad y, por extensión, a muchos otros, y le permite dar forma a un entorno subjetivo distinto al que le es impuesto por el espacio capitalista.
Para acumular encuentros y experimentar así la obra completa, el espectador necesita estar atento y buscar.
Un aspecto valioso de la red de obras es que, para acumular encuentros y experimentar así la obra completa, el espectador necesita estar atento y buscar. Y, dado que las obras de arte urbano son efímeras, cualquier pista que el espectador pudiera haber recibido es siempre temporal, de modo que le resulta necesario explorar por su cuenta. Apreciar el arte urbano es, por tanto, una llamada a la acción. Los murales, por el contrario, son una llamada a la obediencia, al consumo pasivo. No suelen ser algo que el espectador pueda buscar de forma activa. Son más bien algo que se impone al espectador por la fuerza. Su presencia es difícil de ignorar, y en muchos casos aparecen en un mapa de mano y forman parte del itinerario de una ruta guiada.
Otro aspecto crucial es que, en muchos casos, el arte urbano hace uso de los márgenes del paisaje. En el proceso de crear y buscar obras de arte urbano, tanto el artista como el espectador exploran partes de la ciudad que rara vez hubieran pisado de otra manera. Lugares como callejones o solares vacíos, espacios muertos debajo o alrededor de puentes o de otras infraestructuras, incluso espacios de acceso prohibido como por ejemplo edificios o túneles abandonados. El teórico francés Guilles Clement describe cómo el valor característico de estos lugares radica en que son las únicas partes de la ciudad libres del control del dinero, y cómo se convierten por tanto en el único espacio que le queda al habitante de la ciudad para encontrar cualidades naturales y humanas como la indeterminación o la imaginación.4
Tanto para el artista como para el espectador, el arte urbano puede acabar siendo una excusa para descubrir y visitar este tipo de espacios ignorados, para seguir caminos poco frecuentados a través de la ciudad. En consecuencia, estar atento para encontrar arte urbano amplía y enriquece la conciencia que el espectador tiene de su entorno. Los murales, por el contrario, suelen aparecer en los predecibles espacios del poder. Llevan al espectador por los caminos oficiales, a través de los alienantes espacios urbanos de la producción y el consumo.
Trabajando con el tiempo
Como consecuencia de su cualidad efímera las obras de arte urbano no son objetos estáticos. Una vez una obra se instala queda abandonada a su suerte. Puede desgastarse por efecto de la lluvia y el sol, puede ser cubierta por otra obra, o ser borrada. Este puede ser un proceso lento, y las obras pueden ofrecer valores gráficos muy diferentes, incluso inesperados, a lo largo de su vida. Algunas obras son borradas de repente, y otras en cambio desaparecen gradualmente. Una obra puede reaparecer sorpresivamente después de meses, o incluso décadas, cuando los posters o elementos arquitectónicos que la cubrieron son retirados. Una obra puede mantenerse visible durante años mientras el entorno a su alrededor sufre grandes cambios, y a medida que las connotaciones del entorno cambian también lo hacen las de la obra.
El arte urbano muta y evoluciona como todo lo que hay a su alrededor, incluidos sus espectadores.
Algunas obras cambian incluso de ubicación antes de desaparecer. Este es a menudo el caso de las obras producidas sobre casetas de construcción o sobre contenedores de escombros, que pueden ser movidos súbitamente y aparecer en lugares nuevos e impredecibles. Por supuesto, cuando se trabaja sobre la superficie de un vagón de tren se espera que la obra se mueva a través del espacio, y por tanto a través del tiempo.
En consecuencia, una obra de arte urbano funciona como cualquier otro elemento del paisaje. Muta y evoluciona como todo lo que hay a su alrededor, incluidos sus espectadores. Se entrecruza de forma natural con la evolución de su contexto y con la vida de la gente que se la encuentra una y otra vez. Y esta naturaleza orgánica y temporal otorga al arte urbano un gran potencial para conectar con los espectadores de forma íntima. Los murales, por el contrario, suelen estar pensados para permanecer. Existen en un plano diferente al del espectador. Están congelados en la dimensión atemporal del monumento, del poder, desconectados de la vida real que se desarrolla a su alrededor.
Un punto especialmente importante aquí es que el artista puede hacer uso del tiempo como recurso creativo. Toma decisiones creativas en esa dimensión. Existe una modulación del tiempo que puede ser tan decisiva como la modulación del espacio y de la escala. Las obras pueden aparecer de vez en cuando a lo largo de un plazo de tiempo extenso, pueden acumularse súbitamente, o cualquier combinación de estas dos opciones. Un proyecto sostenido en el tiempo comunica un mensaje muy distinto al de un proyecto que responde a un impulso momentáneo.
En el arte urbano existe una modulación del tiempo tan decisiva como la modulación del espacio y de la escala.
La posibilidad de jugar con la dimensión temporal de la obra y su contexto permite otras innumerables posibilidades creativas. Por ejemplo, un artista con un buen conocimiento de su entorno de trabajo puede escoger una superficie difícil de alcanzar, o una superficie cuyo mantenimiento es infrecuente, para que la obra permanezca más tiempo. Puede sorprender a su audiencia colonizando una superficie nunca antes tocada, o puede escoger una superficie popular de modo que la pieza pase a formar parte de la larga y distinguida sucesión de obras que han aparecido allí. Puede subir a un piso elevado de un edificio que vaya a ser demolido para pintar sobre una pared unida al edificio contiguo sabiendo que, tras la demolición, la obra aparecerá flotando en mitad de la fachada medianera. Puede, gracias a la ausencia de filtros burocráticos del arte urbano, responder rápidamente a temas relacionados con el contexto inmediato de la obra, o con el mundo en general.
Todo este potencial creativo se pierde en los murales. Hay pocas decisiones que se puedan tomar en cuanto a la dimensión temporal de un mural, y las que pudieran existir no son tomadas por el artista sino por los gestores culturales que encargan el trabajo.
La dimensión emocional
Al comparar el arte urbano y los murales es posible identificar también diferencias relacionadas con lo que podría denominarse la dimensión emocional de la obra, tanto en la experiencia del artista como en la del espectador. La más obvia de estas diferencias tiene que ver con la sorpresa: el arte urbano puede aparecer en lugares inesperados, y puede después desaparecer en cualquier momento. Mientras que los murales, por el contrario, tienden a aparecer en lugares mucho más predecibles, y suelen permanecer allí. Pero la mayoría de diferencias en esta dimensión emocional están relacionadas con la energía que se impregna en la obra durante su proceso de preparación y ejecución.
La preparación de una obra de arte urbano requiere abordar el contexto de forma práctica y directa.
La preparación de una obra de arte urbano requiere abordar el contexto de forma práctica y directa. El artista puede necesitar encontrar vías seguras para acceder al lugar y para salir de él, e idear soluciones para llevar los materiales necesarios hasta allí. En otras ocasiones el artista puede decidir improvisar tras una rápida inspección el contexto. La ejecución de una obra implica, en ambos casos, una fricción con el entorno. La situación puede ser precaria y tensa, y el artista necesita a menudo trabajar y estar alerta al mismo tiempo. Puede ser un momento emocionante, en especial cuando se trata del final de un proceso de preparación largo y complicado.
Tanto la preparación como la ejecución ocurren necesariamente in situ, a menudo durante la noche. Esto puede dar lugar a situaciones inusuales y a encuentros impredecibles con personajes extraños pero auténticos. El proceso en conjunto suele hacer que el artista se mezcle a fondo con el entorno, y puede ser vivido como una aventura emocionante.
La preparación de un mural es muy diferente. Suele tener lugar lejos del contexto de la obra, a menudo a través de conversaciones vía correo electrónico con gestores culturales, empresas e instituciones con intereses políticos y económicos. La ejecución no suele dejar apenas espacio para la improvisación, y el artista debe a menudo cumplir plazos temporales estrictos. Suele ser un proceso predecible durante el cual el artista está subido a una enorme grúa durante días, aislado en gran medida del entorno en que está trabajando.
La falta de recursos suele espolear la creatividad, mientras que un exceso de recursos puede ahogarla.
Los artistas urbanos trabajan a menudo con materiales aparatosos, y en muchos casos necesitan inventarse soluciones para transportarlos a pie o en bicicleta. Como hemos observado, pueden necesitar personalizar, o incluso diseñar y construir, herramientas específicas para tareas concretas. En la producción de un mural, por el contrario, existe una especie de omnipotencia ciega. Y, como muchos artistas afirman, la falta de recursos suele espolear la creatividad, mientras que un exceso de recursos puede ahogarla.
A causa de todas estas diferencias el arte urbano y los murales tienden a adquirir contenidos emocionales muy distintos. Los antagónicos procesos, situaciones y valores se impregnan en la mencionada dimensión emocional de unas y otras obras, y esto puede ser perceptible para un espectador atento. Hay muy poco en común entre buscar soluciones in situ y negociar con gestores culturales a través del correo electrónico, entre trabajar de forma precaria usando herramientas caseras y trabajar con las poderosas máquinas de la arquitectura. En consecuencia, las energías resultantes pueden diferir enormemente.
Libertad de contenido
Una última diferencia, probablemente mucho más obvia, tendría que ver con la libertad de contenido. La producción de un mural suele estar financiada por empresas o instituciones, y estas tienen, por supuesto, sus propios intereses, que se pueden traducir en censura. Pero es más interesante el hecho de que los propios artistas pueden censurar su trabajo por considerar que esa es su responsabilidad al trabajar en una obra muy visible y permanente, o al trabajar con dinero público. Por el contrario, al planear una obra de arte urbano, efímera y de menor tamaño, el artista suele sentirse más libre de utilizar imágenes o mensajes difíciles.
¿Qué hemos ganado?
Por supuesto, no todo son pérdidas en esta transición del arte urbano a los murales. En algunos sentidos se puede considerar una mejora. Un beneficio aparentemente claro es que la producción de murales es una fuente de empleo para los artistas urbanos. Aunque esto puede ser cierto en algunos casos, significa también que muchos artistas abandonan el arte urbano simplemente porque están demasiado ocupados con los murales. La transición puede, por tanto, ser beneficiosa para los artistas urbanos, pero no para el arte urbano. Esto es particularmente perjudicial en el caso de los artistas emergentes que son introducidos rápidamente en el circuito de los murales antes de haber tenido oportunidad de pasar unos años sumergiéndose sin prisas ni expectativas en un entorno particular – algo que constituye el fundamento de muchos de los proyectos más interesantes que han surgido del arte urbano.5
Por otro lado, no está claro que los artistas urbanos sean los que se llevan los trabajos. De hecho, una proporción muy significativa de los numerosos artistas que han surgido en los últimos años para satisfacer la demanda de la explosión muralista provienen de campos como la ilustración, el diseño o el arte de galería, y no tienen ninguna experiencia en el arte urbano o el graffiti.
Una enorme proporción de nuevos muralistas no tiene ninguna experiencia en el arte urbano o el graffiti.
También se ha dicho que el circuito muralista proporciona visibilidad al trabajo de los artistas urbanos. Y, por supuesto, su trabajo se hace más visible en cierto sentido. Pero la visibilidad de los murales es muy diferente a la del arte urbano. Como hemos observado, jugar con la visibilidad es una parte importante del juego del arte urbano, y esto se pierde en el predecible mundo de los murales. Además, aunque el arte urbano suele ser más pequeño y menos prominente que los murales, está más cerca de la gente, y por tanto su visibilidad puede ser entendida como más valiosa. La visibilidad de los murales, por otro lado, es la misma de la arquitectura y la publicidad, un tipo de visibilidad impuesta desde el poder de la que muchos hemos aprendido a desconfiar.
Un argumento difícilmente discutible en favor de los murales es que hacen que trabajar en la calle sea más fácil para las mujeres y para grupos sociales estigmatizados. Practicar el arte urbano puede involucrar pasear por zonas poco frecuentadas y exponerse a todo tipo de situaciones peligrosas, incluidos los encuentros con la policía, y trabajar en esas circunstancias es en muchos casos más fácil para los varones blancos y heterosexuales que para el resto de personas.
Pero, aunque los murales tienen sus virtudes inherentes, surge un problema cuando se hacen tan prominentes que se apoderan del propio término “arte urbano”, creando con ello una dañina confusión terminológica, y cuando se hacen tan ubicuos que ocupan toda la escena, haciendo con ello que los trabajos producidos sin permiso desaparezcan de los medios, e incluso de la calle.
Excepciones y soluciones
Es justo señalar que algunas particularidades del arte urbano siguen presentes en algunos murales. Por ejemplo, en algunos casos las fachadas no se pintan de blanco antes de que se produzca la obra, y a menudo los murales no se conservan activamente. Pero incluso en esos casos los aspectos más cruciales del arte urbano siguen ausentes. Sigue habiendo poco espacio para que el artista conozca el entorno y juegue con él, no hay una red de obras de escala humana que haga al espectador explorar, y no hay posibilidad de jugar con el tiempo.
La explosión de los festivales de murales se explica en gran medida por el hecho de que son extremadamente baratos.
Muy pocos organizadores de festivales estarían dispuestos a tener artistas en residencia durante un mes o más para que puedan sumergirse en el entorno, o a organizar los permisos para una red de ubicaciones de menor escala. Eso significaría gastar más dinero, y está claro que la explosión de los festivales de murales se explica en gran medida por el hecho de que son extremadamente baratos con relación a la visibilidad que proporcionan a gestores, gobiernos y empresas. Y, lo que es más importante, el resultado sería menos rentable en términos de viralidad y atractivo turístico, como veremos en la conclusión de este texto.
Existen por supuesto excepciones a esta regla. La más valiosa sería probablemente Bien Urbain, un festival celebrado desde 2011 en Besançon, Francia. El festival incluye la producción de murales, pero también permite a algunos artistas residir en la ciudad durante un plazo considerable para desarrollar experimentos basados en el contexto local y para producir redes de obras de escala humana desperdigadas por el paisaje.
Algunos artistas han intentado abrir espacio por sí mismos para incorporar algunos valores del arte urbano en sus trabajos murales. El más persistente, y quien más veces lo ha logrado, es el español Escif, que en los últimos años ha ideado tácticas para abordar un mural que le permiten jugar con el contexto de formas significativas, incluso dentro del escaso margen de tiempo que se destina habitualmente a este tipo de encargos.6 Además, Escif ha conseguido recientemente producir redes de obras de escala humana y basadas en el contexto incluso al trabajar para un festival de murales o para una institución.7
Conclusión
El arte siempre ha sido uno de los atractivos que hacen que las áreas en proceso de gentrificación se vuelvan atractivas para los turistas y la nueva población de clase media. El arte urbano demostró pronto ser más efectivo que las galerías gracias a la “credibilidad callejera” que puede proporcionar a las áreas en que aparece. Un último paso en esta dirección es el mural, probablemente la herramienta relacionada con el arte que más persuasiva resulta en el lavado de cara de una zona. Los murales funcionan como una alternativa al arte urbano más segura y eficiente. Esto es así porque son más visibles, más atractivos para los observadores ocasionales cuyo conocimiento del contexto es solo superficial, están libres de todo exceso de contextualización que pudiera hacer que los consumidores atendieran realmente al entorno, y carece de toda cualidad transversal que pudiera poner en duda los límites demarcados por el dinero.
Los murales han ocupado el lugar del arte urbano porque funcionan mejor en las fotografías.
Hay una última pregunta que este análisis debe abordar: si los murales son menos interesantes que el arte urbano en tantos sentidos, ¿cómo es posible que hayan ocupado su lugar? La respuesta es simple: porque los murales funcionan mejor en las fotografías. Y, desde hace ya muchos años, el arte urbano se experimenta sobre todo a través de fotografías.
Los murales funcionan mejor que el arte urbano en las fotografías porque tienen mucho menos que perder. Como hemos observado, la mayor parte del trabajo de los artistas urbanos tiene lugar en las dimensiones contextual, geográfica y temporal. Tiene que ver con el juego con la escala, el juego con los contextos, y con los encuentros repetidos. Para llegar a apreciar realmente el buen arte urbano, el espectador necesita estar allí físicamente, necesita experimentar el contexto de la pieza en su totalidad, y necesita acumular encuentros con la obra explorando a través del espacio y el tiempo.
Una fotografía captura solo una fracción muy pequeña de todas estas dimensiones. Registra solo un instante concreto de la vida de la obra, deja fuera del cuadro la mayoría del contexto visual, es incapaz de capturar ninguna otra característica sensorial del entorno, y aísla fatalmente la obra de la red a la que pertenece. En contraste con esto, el valor principal de un mural suele ser su escala, y eso funciona perfectamente en una fotografía.
Como consecuencia de su temporalidad, las obras de arte urbano tenían en principio audiencias potenciales muy reducidas. Al permitir la distribución inmediata y masiva de imágenes, la fotografía y el internet ampliaron enormemente la audiencia de este tipo de obras, y causaron con ello una enorme explosión en la producción de arte urbano. Pero esto acabó resultando contraproducente, porque en el mundo de la fotografía –del arte descontextualizado– una obra de arte urbano rara vez es tan atractiva como un gran mural. Ha sido nuestra dependencia de la fotografía como herramienta principal para experimentar el arte urbano lo que ha acabado causando el declive de la práctica.
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