Las ciudad de los gatos y la ciudad de los hombres están una dentro de otra, pero no son la misma ciudad. Pocos gatos recuerdan los tiempos en que no existía tal diferencia: las calles y las plazas de los hombres eran también calles y plazas de los gatos, y el césped, y los patios, y los balcones, y las fuentes: se vivía en un espacio amplio y variado. Pero desde hace bastantes generaciones los felinos domésticos están prisioneros en una ciudad inhabitable: las calles ininterrumpidamente son recorridas por la circulación mortal de los coches escachagatos; en cada metro cuadrado de lo eu antaño fue jardín o solar o restos de una olvidada demolición, ahora descuellan condominios, bloques populares, rascacielos flamantes; no hay zaguán que no esté atestado de autos en estacionamiento; los patios uno tras otro los cubren con una solera y se transforman en garajes o en cines o en almacenes u oficinas. Y donde se extendía una altiplanicie ondulante de tejados bajos, citación, azoteas, depósitos de agua, blancos, buhardas, cobertizos de chapa, ahora se practica la sobreedificación general de todo cuerpo sobreedificable. Desaparecen los desniveles intermediarios entre el ínfimo suelo de la calle y el excelso cielo d los sobreexcito, el gato de las nuevas camadas busca en vano el itinerario de sus padres, el pretexto para el blando salto de la balaustrada al remate de la canaleta, para el disparado trepar por las tejas.
Pero en esta ciudad vertical, en esta ciudad comprimida donde todos los huecos tienden a llenarse y cada bloque de cemento , se abre una especie de contrariedad, de ciudad en negativo, que consiste en tajadas vacías entre muro y muro, en distancias mínimas prescritas por las ordenanzas municipales entre una construcción y otra, entre las traseras de dos edificios; es una ciudad abatideros, lunas, canales de ventilación, entradas, cocheras, barrueduelas, pasos a los sótanos, como una red de canales enjutos en un planeta de yeso y alquitrán, y cabalmente por esa red a ras de las paredes maestras corre todavía el antiguo pueblo de los gatos.
Marcovaldo, a veces , para matar el tiempo, seguía a algún gato. Era en el intervalo del trabajo entre las doce y media y las tres, cuando, a excepción de Marcovaldo, todo el personal se iba a casa a comer, y él- que se llevaba la comida en el bolso- utilizaba como mesa un cajón del almacén, se echaba al cuerpo el bocado, fumaba su media tagarnina y vagaba por los alrededores , solo y desocupado, en espera de la hora. En ese tiempo, un gato que asomara por una ventana era siempre una compañía agradable , y un guía para nuevas exploraciones. Había trabado amistad con un gato de Angora, bien nutrido, lacio azul en torno al cuello, sin duda alojado donde una familia de posición. El gatazo tenía en común con Marcovaldo la costumbre del paseo nada más comer: de donde naturalmente surgió la amistad.